7 | VII | Siete | Novela a 120 km por hora El proyecto del Cubo de Rubik capítulo VII
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JUAN MIRABA la ventana, Jorge se había dormido de verdad e iba totalmente recargado en Juan, que sentía ya la mitad izquierda de su cuerpo adormecida por el peso.
Juan miraba el paisaje de posguerra que conduce de la Ciudad de México a Teotihuacán. Casas a medio construir, que parecen medio derribadas; un desfile perpetuo de obras negras, un gris parejo que se ve interrumpido de vez en cuando por algún color solitario, y después al árido paisaje donde no se ve mucho más que nopales y magueyes sobre un fondo que va del naranja al amarillo. En el fondo una cadena montañosa que muchas veces, siendo niños, Juan pensaba que eran dinosaurios dormidos y cubiertos por la tierra de hace miles de miles de años. Una zona donde la vida ostenta su fiereza donde parece estar susurrando: Hola, yo soy la vida de este lado, no intentes jugar a mi juego, no es para todos.
La opresión, una cosa como el desamparo era una sensación que Juan experimentaba siempre que viajaba por esa carretera, cada cierto tiempo, cinco o seis meses, para ir a visitar a su familia en algún lugar perdió en la frontera entre Puebla e hidalgo, el pueblo que estaba en el culo del mundo, de donde emigró a la Ciudad de México cuando terminó la secundaria. El trayecto era, en ambos sentidos, y lo era en verdad, un precio que tenía que pagar para poder estar con quienes se habían quedado allá, y para regresar a la ciudad donde comenzaba ya a construir su propia vida.
Esta vez no iría tan lejos, solo a “Teotihuacán” y de regreso. No sabía porque había escogido ir a “Teotihuacán”, tal vez porque era un lugar neutro, no era territorio de ninguno de los dos. Era necesario hablar con Jorge y lo mejor era hacerlo en un sitio donde ninguno tuviera ventaja. Sí, por eso lo había escogido, y Jorge lo había aceptado sin ningún problema, porque rara vez Jorge sospechaba alguna cosa, para él todo era transparente, y de alguna manera él era transparente para los demás. Esa era una de las cualidades en las que se sustentaba la amistad de ambos.
No obstante la noche anterior, una vez que se había citado a la mañana siguiente en la estación del metro Indios Verdes a las 8 am, Juan había soñado la pesadilla que, de alguna manera ahora lo ponía en desventaja.
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Jiménez había dicho que entrar en la novela era entrar en un salón, en un túnel, en una galería, en un hangar presidencial, en un elevador, en una tumba prehispánica, en una cava, etc. Y yo entonces, dos años antes, no le había prestado demasiada atención, pero ahora, yendo rumbo a las Pirámides de Tehotihuacan, con Jorge a mi lado, había recordado esa cosa suya respecto de lo que él llamaba misteriosamente: “La novela”.
Escribir una novela a 120 km por hora y en una carretera llena de curvas, creo que esa era otra de las ideas locas que Jiménez había sembrado en la mente de Juan; la novela que se escribe sobre el camino y que va tomando elementos e inspiración del trayecto. La novela en construcción constante.
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